
En los campos de Castilla, bajo un cielo de hierro, nació Rodrigo Díaz, el Cid Campeador. Conozco su corazón: valiente como la espada que empuñó, leal a su rey incluso en el destierro. Desde joven, su nombre resonó en batallas. “¡Mio Cid!”, gritaban sus hombres al verlo liderar la toma de Valencia, donde moros y cristianos temblaron ante su estrategia.
Pero no solo fue guerrero. Cuando los Infantes de Carrión traicionaron a sus hijas, el Cid, como padre, exigió justicia con la misma firmeza que en el campo de batalla.
Su vida, tejida entre honra y dolor, reflejó el ideal de un héroe medieval: fuerte en armas, noble en espíritu. Así, hasta el final, “el que en buena hora ciñó espada” dejó una leyenda que el tiempo no borrará.