A veces pienso que el futuro es como un camino cubierto de neblina: uno puede ver solo unos pasos adelante, pero aun así sigue caminando, con la esperanza de que el sol termine despejando el resto.
Hoy en día, decidir qué hacer con la vida no es fácil. Muchos queremos estudiar, pero la realidad económica nos obliga a pensar más de una vez antes de dar un paso. No se trata solo de elegir una carrera, sino de poder sostenerla, de saber si habrá un techo donde dormir o si el esfuerzo alcanzará para seguir adelante. En un mundo donde los sueños también tienen precio, aprender se convierte en un desafío más grande de lo que parece.
Yo quiero un futuro donde pueda trabajar de lo que me gusta, tener mi casa, cuidar a mis padres y formar mi familia. Esos son los pilares sobre los que quiero construir mi vida. Pero si lo digo de otra manera, podría decir que quiero sembrar raíces fuertes en una tierra estable, donde las tormentas no arranquen lo que tanto costó hacer crecer.
Cuando observo lo que pasa a mi alrededor, noto que muchos jóvenes ya no sienten el mismo impulso por seguir estudiando. Algunos se conforman con terminar el secundario, otros simplemente no encuentran motivos para continuar. Y no los juzgo; cada persona vive su historia, con sus propias luchas y motivos. Pero me entristece pensar que la educación, que debería ser un faro, a veces se apaga entre la desilusión y las dificultades.
No sé qué nos depara el futuro, ni para mí ni para el país. Pero sí creo que mientras existan personas que sueñen con ver a su pueblo progresar, hay esperanza. Ojalá que algún día miremos atrás y veamos que, a pesar de todo, supimos construir algo mejor.
Porque el futuro, aunque incierto, se parece mucho a una semilla: tal vez no sepamos cuándo florecerá, pero vale la pena seguir regándola con fe.